KAKUTOGI BARRIO: "Guerra de Barrio".
Pablo llegó con la noticia. Mientras corría por la Manzana 40, los chavales se le
acercaban, encanalados hacia él por sus gritos y aspavientos.
–¡Es la guerra, macho! ¡Las Malvinas!
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Habíamos estado peleando en la
campa. Éramos una montaña de críos saltando unos encima de otros sin mucho
orden, agarrando, tirando y empujándonos. En los tebeos de Clásicos Ilustrados
que todos leíamos (El último mohicano, Los pescadores de Trepang, La jirafa blanca…) y en las películas de
aventuras de “Sesión de Tarde”, esa forma de pelear se llamaba lucha india y
había que dominarla bien si uno quería progresar en el mundo.
Pablo recobró el aliento, llegaba con un patinete Sancheski debajo del brazo, cuerpo naranja chillón y ruedas
negras del uso, y se sentó encima para contarnos la historia. Lo que pasaba era
que un grupo del barrio de la Misericordia se había encontrado con el Buti y sus
primos en un salón de juegos y se habían liado. El Buti era jovencito, solo unos
años por encima de nosotros, pero tan rabioso que formaba parte del grupo de los
Mayores. Había dejado el colegio sin acabar octavo y desde entonces merodeaba
por el patio de las escuelas, vendiendo quién sabe qué y ayudando en el negocio
de recogida de cartones de su padre. Era heavy y llevaba camisetas de Iron
Maiden y Ñu y pantalones negros ajustados. Muchas tardes le veíamos en la campa,
charlando con Dani y los demás. Decía Pablo que él y otros dos se habían
encontrado en territorio neutral, cerca del centro. Los de nuestro grupo no
íbamos por allí a no ser que fuese de la mano y para comprar al Corte Inglés
pero el Buti era bicho malo y ni a sus padres les importaba, ni otros se
atrevían a ponerle coto. Se habían cruzado con una banda de la Misericordia, otro
barrio obrero separado de la Manzana 40 por un parque industrial con varias fábricas en
reconversión. Parece ser, decía Pablo, que mientras hacían cola para jugar a las máquinas.
En fin, que las palabras volaron, Buti hizo de Buti y terminó trayéndose un par de tortas de vuelta al barrio.
–Dicen Dani y Julio que van a ir
todos hasta la Misericordia en plan de guerra. Con los tiragomas y bolas de
acero. Y Muño se lleva la navaja.
Aquello nos dejó en silencio. La cosa era seria.
–¿Y nosotros? –dijo Ramón, con la pregunta que todos nos hacíamos.
–También vamos, ¿no?
–Hay que preguntarles a los Mayores –sentenció Pablo.
En la campa había mucha agitación.
El Buti daba gritos en medio de un círculo de manos. Dani y Julio estaban allí
pero también Chema y el Perito. Raúl y la gente de la Avellaneda, una ristra de casas
decaídas en una cuesta camino del colegio que por afinidad social más que por
geografía se incluía en nuestro barrio, habían acudido. Casi una treintena de
adolescentes y chavales, todos en pie de guerra, revoloteaban nerviosos haciendo
suficiente ruido para despertar al Señor de las Moscas. Dani estaba serio, me
fijé que llevaba la cazadora roja con el dragón bordado, la especial, comprada
por rembolso en América.
–¡Yo los mato, los mato! –gritaba uno.
–¡A la Misericordia! –coreaban los demás, meriendas y deberes olvidados en casas y en carteras.
Horas después, la fuerza militar al pleno de la Manzana 40 avanzaba bajo los pilares de la autopista elevada. La
zona estaba llena de almacenes industriales y talleres cerrados. Había perros
pastor alemán y dóberman, en guardia detrás de verjas hechas con el marco y los
muelles de somieres Pikolín. Cada poco nos encontrábamos con alguna chabola y
niños descalzos salían a vernos desfilar.
Por aquella época, casi todos los chavales llevaban un tiragomas encima cuando salían al páramo social de la
barriada. Cargábamos con un puñado de piedras en el bolsillo y el tirador
colgado del cuello El más simple era una manija de madera en forma de y
con tensores de goma atados a los extremos y un pedazo de cuero al final. Ese
modelo lo tenían los críos, los que empezaban a hacer puntería contra los
cristales de las fábricas abandonadas o las ventanas del tren al pasar. Pero no
era el que uno usaba después de vagabundear unos años por la calle. Los modelos
más feroces, los nuestros, tenían la empuñadura de metal; las gomas eran de
caucho industrial (robado de la fábrica de Elastómeros y Cía.) y disparaban
piedras con una descarga precisa y potente que, si te daban en la cabeza, dejaba
brechas sangrientas y algún caso de pérdida del sentido. Esos mismos tiragomas
los usaban los obreros en las manifestaciones de la reconversión industrial
contra la policía, disparando rodamientos de acero que quedaban incrustados en
los escudos antidisturbios como balas en la pared. En los vesánicos ochenta,
eran un arma terrible y al tiempo un juguete de niños.
Andábamos con las armas en la mano, recogiendo piedras a la carrera y descartándolas cuando veíamos alguna
mejor, los bolsillos abultados. La mayoría nos habíamos puesto como armadura
plásticos gruesos de embalaje a modo de poncho. Los atábamos con cuerdas
alrededor de la cintura para que no ondeasen al correr y había quien metía un
cartón doblado debajo cubriendo el pecho, en función de coselete y para mayor
protección. Seguíamos un camino secreto por la trastienda de la ciudad, bajo
pasos elevados de autovía, por detrás de almacenes y patios traseros. Íbamos
creando algarada, un ejército poco disciplinado y multicolor; plásticos rojos,
verdes, blancos y negros crujiendo maleables al moverse. El tumulto era
flexible, cuando recorríamos un paso estrecho, entre dos naves industriales, se
estiraba y adelgazaba. Cuando salíamos a calles más anchas o un solar, se
expandía porque todos queríamos acercarnos a la cabeza de la expedición.
Yo andaba entre Ramón y Pablo, que por haber sido quien trajo las primeras noticias había ganado cierto renombre
entre nosotros los más pequeños. Al principio el ánimo era efervescente, una
panda de cruzados camino de Jerusalén. Yo llevaba unos meses estudiando Kung Fu
(cómo me las arreglé es parte de la historia) y me sentía a cargo de una
doctrina secreta que ninguno alrededor de mí podía entender, un conocimiento de
los misterios de la articulación humana, de la dinámica marcial. Pensé que eso
me ponía por encima del resto de soldados de suburbio, a pesar de mis pocos
años.
Pero a medio camino, una onda de nerviosismo corrió por la tropa de la Manzana 40.
–Dicen que los gitanos de la Misericordia han ido a buscar chimberas –dijo César Cristalero, que también se
había unido a la procesión, parapetado y a salvo detrás de dos capas de plástico
(“Tejas y tanques herméticos” decía una línea escorada de letras blancas a la
altura del pecho) y unas descomunales gafas.
–Con perdigones de bola, de los duros.
El pánico no paró los pies pero la determinación se nos esfumó en un momento. Para mí ya no había doctrina secreta.
–¿Qué hacemos? –dijo Ramón.
A pesar del pánico no había nada que hacer. Los Mayores seguían adelante, con Dani a la cabeza. En la Manzana 40
no había corte marcial pero sí condena por deserción. Acongojados, pensando en
la carabina de aire comprimido que quizá en esos momentos abrían y cerraban,
cebándola de balines de plomo para nosotros, seguimos avanzando mientras
buscábamos con la vista piedras más grandes.
–Dile al Chino que venga –dijo una voz al frente.
–¡Chino! ¡Vente! –repitió alguien haciendo señas con la mano.
El Chino era yo, claro. En un barrio de motes y sobrenombres, me lo había ganado después de tanto dar la
tabarra con el Kung Fu. De haber tenido unos años más, es probable es que
alguien viniera venido a buscarme las cosquillas y darme una paliza para
demostrar que “ni cunfú ni hostias” valen en una pelea.
Se me perdonaba porque era un chaval y la cosa era hasta graciosa en mí,
con los más mangantes y peligrosos de la recua de la campa animándome a que
diese patadas al aire.
Era Dani el que me llamaba. Iba el primero, con Julio de lugarteniente. Buti también, andando con el contoneo
canallesco de sus piernas canijas, la camiseta de Barón Rojo expuesta (él no
llevaba plástico protector), el remate metálico de una navaja asomando en el bolsillo.
–Quédate por aquí, M. Si te pasa algo tu padre me va a capar –dijo Dani.
–Tú a mi lado, Chino, si hay hostias quiero que hagas cunfú del tuyo –continuó Buti.
En primera línea donde andaban los Mayores (Dani, Julio, Chemita, Muño, el Llanos, jefe de facto de los de
la Avellaneda) eran todos mucho más altos que yo y me sentí
diminuto. Dani me conocía mejor, los demás se lanzaron miradas interrogantes
aquí y allí. Al momento me di cuenta de que eran ojeadas de inspección que
decían “es pequeño pero quizá…”. Y eso fue lo que más me asustó. Los nuevos
ojos que se preguntaban si mi cháchara sobre el Kung Fu no disfrazaba un
secreto bélico que fuese a proporcionarles una ventaja en la hora resolutiva de
la pelea. El Kung Fu era mágico por aquel entonces y había tantas historias
sobre artes marciales corriendo por allí que, debían de pensar todas aquellas
miradas, alguna tenía que ser verdad. Y fueron los años de Rocky y Karate Kid,
donde el cine nos enseñaba que el pequeño, el humilde e incluso el torpe
terminaban por ganar si la banda sonora acompañaba. Lo único que había
aprendido yo hasta entonces en mis tres clases semanales, hora y media por
clase, era a hacer molinetes con las manos y dar una patada caricaturesca con
media vuelta. Contra semejante arsenal, la vida me arrojaba ahora, de repente,
un gitano enfebrecido con chimbera y puntería mortal, pensé.
Llegamos a la zona de la Misericordia.
Las calles, con las tardes de “Barrio Sésamo” a las cinco y
media y solo dos cadenas en la tele, estaban siempre empacadas de chiquillería
incluso en las ciudades grises y de industria moribunda como la nuestra. Pero
la Misericordia estaba desierta, solo había señores y señoras
deambulando a sus asuntos (no contaban) y nadie de entre siete y diecisiete.
Dani y Julio mandaron gente por delante a inspeccionar mientras nos
internábamos poco a poco en territorio apache. Metidos de cabeza en aquella
Misericordia extrañamente desierta de enemigos, alguien tarareaba una
musiquilla y parecíamos una partida de guerra en el Bronx.
No sé si en combate las cosas ocurren así pero no me extrañaría si lo hiciesen. Hubo un grito de sorpresa, una
increpación y en un momento la formación se rompió mientras todo el mundo echaba
a correr en más de una dirección. A pesar de estar en primera fila, no entendí
qué es lo que había pasado hasta horas después, cuando en la seguridad del
barrio contábamos otra vez más vez dónde habíamos estado cada uno en la batalla.
Como muchos, salí corriendo en la dirección general de la estampida pensando que
huía del enemigo cuando en realidad nuestra fuerza corría en persecución de uno
de los exploradores de la Misericordia que se había dejado ver. La tecnología de guerra
no es exclusiva de un bando y él también llevaba un plástico blanco y un
tiragomas. Íbamos a la carrera, gritando llamadas confusas mientras algunos
empezaban ya a lanzar piedras y proyectiles, y buscando cabezas hasta que
llegamos repentinamente al lugar donde nos esperaban.
Los de la Misericordia, sabiendo que veníamos, habían decidido luchar bajo sus términos y se habían atrincherado en
su propia ciudadela pero hasta su castillo era castillo de barrio obrero, mísero
y cicatero. Era un solar de tierra donde obras de construcción habían empezado,
rodeado por una valla de tablones de madera por los cuatro costados que lo hacía
inexpugnable. Veíamos revolverse figuras por entre las aberturas de los maderos,
que saltaban furtivamente de un lado a otro y tomaban posiciones. Había hierros
afilados de andamio por todas partes.
Yo, que había perdido de vista al Buti y los demás jerarcas, me revolví en el sitio buscando a Ramón y a César sin
encontrarlos y pensando en la carabina de aire comprimido del gitano que me
tenía aterrado. Desde detrás de la empalizada y con mayor alcance y fuerza que
los tiragomas, podía dispararnos uno a uno sin ningún problema. Estoy seguro de
que lo que yo sentí entonces, en la proporción con que estas cosas se sienten en
la niñez, no desmerece el pánico y la soledad de un soldado en la trinchera. Vi
caos sin orden por primera vez y únicamente pensé en correr, pero mis pies se
negaban, sujetos aún a la presa del reflejo racional para no abandonar a los
míos. En esto oímos un silbidillo instantáneo y piedras y canicas comenzaron a
estallar alrededor nuestro, repiqueteando en los capós de los coches aparcados.
La Manzana 40 volvió a formación pasado el instante de desorientación y la tropa echó mano de
los reflejos callejeros. No en balde pasábamos tarde tras tarde perreando por
las calles, robando toallas de los tenderetes, tirando piedras a los camiones de
reparto y empujándonos los unos a los otros. Éramos chusmilla obrera de barriada
pero con cierto temple y aunque la amenaza de una carabina de perdigones podía
ponernos en vilo, mejor que nadie nos diese la espalda porque chavales o no,
éramos el peligro de aquella España recién democrática.
En un momento estábamos devolviendo el fuego. Las gomas de los tiradores latigueaban el aire y los
tablones del solar que cobijaban al adversario retumbaban
bajo un apedreo constante. Nosotros corríamos agazapados de coche en
coche, buscábamos cobijos en la entrada de los portales y detrás de los buzones
amarillos de correos. Tirábamos a dar extendiendo el brazo tanto como podíamos,
apuntábamos a los espacios entre tabla y tabla por los que el enemigo asomaba la
mano para soltar sus propias piedras o lanzábamos en volea esperando acertar a
los que, dentro del recinto, se alejasen de la protección de la empalizada. Mi
armadura de plástico me salvó de más de un moratón en el torso pero me llevé
pedradas en los brazos que tenía al descubierto y una me silbó en la oreja
dejándome cubierto en sudor frío. Ramón, al que encontré al rato y de repente
cuando los dos nos ocultábamos tras un coche para tomar un respiro en la
refriega, disparaba poseído por un demonio agresivo. Canijo como era, tendía
siempre a llevar ropa gruesa; zamarras prietas, jersey de punto y esas cosas.
Hoy, y a pesar de que no hacía frío, venía embutido en su cazadora verde con
mangas amarillentas de la que él o su madre (nunca supe quién) eran tan
parciales. Eso le había salvado de lo peor de los ataques
y estaba en buen estado, sobre todo comparado conmigo que luchaba al poco
amparo de los plásticos y mi camiseta de Trinaranjus. Pero qué iba a saber yo
cuando me vestí esa mañana que me iba a ver reclutado a la caída de la
tarde.
–¿Te quedan piedras? –dije exhausto y extrañamente satisfecho, como un veterano.
–Unas pocas. Tengo que ir a por más.
–Voy contigo –apunté.
La batalla había durado un rato ya
y estaba perdiendo intensidad. Irse ahora no traería ninguna pérdida de honra,
sobre todo con una razón tan sólida como la de reponer munición. Cansado y
amoratado, me aferré a la oportunidad.
Dentro de la empalizada los de la Misericordia estaban quedándose sin piedras también. Cada vez
volaban menos chinos en nuestra dirección y cada vez eran más pequeños, como si
el suministro de buenos guijarros estuviese tocando a su fin y los enemigos
empezasen a rascar el fondo del barril de la
Santabárbara. Loscurrantes y parroquianos que bebían en un bar
cercano habían empezado a darnos gritos para que estuviésemos quietos y nos
amenazaban, cada vez con mas ahínco, con venir y darnos “cuatro hostias si no
nos estábamos quietos de una puta vez”. Al principio nos habían estado
observando con bonhomía, apoyando a un bando o al otro y lanzando risas de esas
que reverberan tan bien en un bar de barrio. Pero cuando las piedras llegaron
hasta los coches que ellos habían aparcado cerca de allí, y hubo piedras ese día
para cubrir la calle entera, se acabaron las risas.
Empezó a correr el rumor de que dos o tres de los de dentro de la empalizada estaban sangrando de los
tiragomazos y que de la chimbera y del gitano no había habido ni rastro. Así que
cansados, cortos de munición y con la victoria en nuestro lado (solo uno de los
nuestros se había marchado, echando sangre por una ceja, camino de casa)
empezamos a retirarnos de vuelta al barrio.
Los días inmediatos a la Guerra de la
Misericordia,la Manzana 40 entera anduvo
revolucionada. La gente se repetía comentando los detalles del asalto, cómo
había devuelto el fuego, cómo se había sentido. Y no éramos solo nosotros los
que andábamos reviviendo el episodio, tampoco los Mayores podían dejar de hablar
de aquello y la campa era un hervidero de gritos y mímica de recuerdos. Yo sentí
esos días un cierto orgullo personal, no por cómo lo había hecho durante el
apedreamiento (pensé que tenía que haberme ocultado menos y haber disparado
más), sino porque durante aquel trecho del camino en el que los Mayores me
habían llamado a caminar con ellos y justo antes de la espantada general, me
habían hecho ver cómo el Kung Fu podía darme una oportunidad de abrirme paso en
la vida después de todo. Siendo un chaval, el futuro siempre era una idea
nebulosa pero sí que tenía sueños de triunfo y gloria como cualquiera. Después
de aquella guerra, se concretaron un poco más. Hasta Dani, pensé, me miraba con
otros ojos.
acercaban, encanalados hacia él por sus gritos y aspavientos.
–¡Es la guerra, macho! ¡Las Malvinas!
–¿Qué pasa? ¿Qué pasa?
Habíamos estado peleando en la
campa. Éramos una montaña de críos saltando unos encima de otros sin mucho
orden, agarrando, tirando y empujándonos. En los tebeos de Clásicos Ilustrados
que todos leíamos (El último mohicano, Los pescadores de Trepang, La jirafa blanca…) y en las películas de
aventuras de “Sesión de Tarde”, esa forma de pelear se llamaba lucha india y
había que dominarla bien si uno quería progresar en el mundo.
Pablo recobró el aliento, llegaba con un patinete Sancheski debajo del brazo, cuerpo naranja chillón y ruedas
negras del uso, y se sentó encima para contarnos la historia. Lo que pasaba era
que un grupo del barrio de la Misericordia se había encontrado con el Buti y sus
primos en un salón de juegos y se habían liado. El Buti era jovencito, solo unos
años por encima de nosotros, pero tan rabioso que formaba parte del grupo de los
Mayores. Había dejado el colegio sin acabar octavo y desde entonces merodeaba
por el patio de las escuelas, vendiendo quién sabe qué y ayudando en el negocio
de recogida de cartones de su padre. Era heavy y llevaba camisetas de Iron
Maiden y Ñu y pantalones negros ajustados. Muchas tardes le veíamos en la campa,
charlando con Dani y los demás. Decía Pablo que él y otros dos se habían
encontrado en territorio neutral, cerca del centro. Los de nuestro grupo no
íbamos por allí a no ser que fuese de la mano y para comprar al Corte Inglés
pero el Buti era bicho malo y ni a sus padres les importaba, ni otros se
atrevían a ponerle coto. Se habían cruzado con una banda de la Misericordia, otro
barrio obrero separado de la Manzana 40 por un parque industrial con varias fábricas en
reconversión. Parece ser, decía Pablo, que mientras hacían cola para jugar a las máquinas.
En fin, que las palabras volaron, Buti hizo de Buti y terminó trayéndose un par de tortas de vuelta al barrio.
–Dicen Dani y Julio que van a ir
todos hasta la Misericordia en plan de guerra. Con los tiragomas y bolas de
acero. Y Muño se lleva la navaja.
Aquello nos dejó en silencio. La cosa era seria.
–¿Y nosotros? –dijo Ramón, con la pregunta que todos nos hacíamos.
–También vamos, ¿no?
–Hay que preguntarles a los Mayores –sentenció Pablo.
En la campa había mucha agitación.
El Buti daba gritos en medio de un círculo de manos. Dani y Julio estaban allí
pero también Chema y el Perito. Raúl y la gente de la Avellaneda, una ristra de casas
decaídas en una cuesta camino del colegio que por afinidad social más que por
geografía se incluía en nuestro barrio, habían acudido. Casi una treintena de
adolescentes y chavales, todos en pie de guerra, revoloteaban nerviosos haciendo
suficiente ruido para despertar al Señor de las Moscas. Dani estaba serio, me
fijé que llevaba la cazadora roja con el dragón bordado, la especial, comprada
por rembolso en América.
–¡Yo los mato, los mato! –gritaba uno.
–¡A la Misericordia! –coreaban los demás, meriendas y deberes olvidados en casas y en carteras.
Horas después, la fuerza militar al pleno de la Manzana 40 avanzaba bajo los pilares de la autopista elevada. La
zona estaba llena de almacenes industriales y talleres cerrados. Había perros
pastor alemán y dóberman, en guardia detrás de verjas hechas con el marco y los
muelles de somieres Pikolín. Cada poco nos encontrábamos con alguna chabola y
niños descalzos salían a vernos desfilar.
Por aquella época, casi todos los chavales llevaban un tiragomas encima cuando salían al páramo social de la
barriada. Cargábamos con un puñado de piedras en el bolsillo y el tirador
colgado del cuello El más simple era una manija de madera en forma de y
con tensores de goma atados a los extremos y un pedazo de cuero al final. Ese
modelo lo tenían los críos, los que empezaban a hacer puntería contra los
cristales de las fábricas abandonadas o las ventanas del tren al pasar. Pero no
era el que uno usaba después de vagabundear unos años por la calle. Los modelos
más feroces, los nuestros, tenían la empuñadura de metal; las gomas eran de
caucho industrial (robado de la fábrica de Elastómeros y Cía.) y disparaban
piedras con una descarga precisa y potente que, si te daban en la cabeza, dejaba
brechas sangrientas y algún caso de pérdida del sentido. Esos mismos tiragomas
los usaban los obreros en las manifestaciones de la reconversión industrial
contra la policía, disparando rodamientos de acero que quedaban incrustados en
los escudos antidisturbios como balas en la pared. En los vesánicos ochenta,
eran un arma terrible y al tiempo un juguete de niños.
Andábamos con las armas en la mano, recogiendo piedras a la carrera y descartándolas cuando veíamos alguna
mejor, los bolsillos abultados. La mayoría nos habíamos puesto como armadura
plásticos gruesos de embalaje a modo de poncho. Los atábamos con cuerdas
alrededor de la cintura para que no ondeasen al correr y había quien metía un
cartón doblado debajo cubriendo el pecho, en función de coselete y para mayor
protección. Seguíamos un camino secreto por la trastienda de la ciudad, bajo
pasos elevados de autovía, por detrás de almacenes y patios traseros. Íbamos
creando algarada, un ejército poco disciplinado y multicolor; plásticos rojos,
verdes, blancos y negros crujiendo maleables al moverse. El tumulto era
flexible, cuando recorríamos un paso estrecho, entre dos naves industriales, se
estiraba y adelgazaba. Cuando salíamos a calles más anchas o un solar, se
expandía porque todos queríamos acercarnos a la cabeza de la expedición.
Yo andaba entre Ramón y Pablo, que por haber sido quien trajo las primeras noticias había ganado cierto renombre
entre nosotros los más pequeños. Al principio el ánimo era efervescente, una
panda de cruzados camino de Jerusalén. Yo llevaba unos meses estudiando Kung Fu
(cómo me las arreglé es parte de la historia) y me sentía a cargo de una
doctrina secreta que ninguno alrededor de mí podía entender, un conocimiento de
los misterios de la articulación humana, de la dinámica marcial. Pensé que eso
me ponía por encima del resto de soldados de suburbio, a pesar de mis pocos
años.
Pero a medio camino, una onda de nerviosismo corrió por la tropa de la Manzana 40.
–Dicen que los gitanos de la Misericordia han ido a buscar chimberas –dijo César Cristalero, que también se
había unido a la procesión, parapetado y a salvo detrás de dos capas de plástico
(“Tejas y tanques herméticos” decía una línea escorada de letras blancas a la
altura del pecho) y unas descomunales gafas.
–Con perdigones de bola, de los duros.
El pánico no paró los pies pero la determinación se nos esfumó en un momento. Para mí ya no había doctrina secreta.
–¿Qué hacemos? –dijo Ramón.
A pesar del pánico no había nada que hacer. Los Mayores seguían adelante, con Dani a la cabeza. En la Manzana 40
no había corte marcial pero sí condena por deserción. Acongojados, pensando en
la carabina de aire comprimido que quizá en esos momentos abrían y cerraban,
cebándola de balines de plomo para nosotros, seguimos avanzando mientras
buscábamos con la vista piedras más grandes.
–Dile al Chino que venga –dijo una voz al frente.
–¡Chino! ¡Vente! –repitió alguien haciendo señas con la mano.
El Chino era yo, claro. En un barrio de motes y sobrenombres, me lo había ganado después de tanto dar la
tabarra con el Kung Fu. De haber tenido unos años más, es probable es que
alguien viniera venido a buscarme las cosquillas y darme una paliza para
demostrar que “ni cunfú ni hostias” valen en una pelea.
Se me perdonaba porque era un chaval y la cosa era hasta graciosa en mí,
con los más mangantes y peligrosos de la recua de la campa animándome a que
diese patadas al aire.
Era Dani el que me llamaba. Iba el primero, con Julio de lugarteniente. Buti también, andando con el contoneo
canallesco de sus piernas canijas, la camiseta de Barón Rojo expuesta (él no
llevaba plástico protector), el remate metálico de una navaja asomando en el bolsillo.
–Quédate por aquí, M. Si te pasa algo tu padre me va a capar –dijo Dani.
–Tú a mi lado, Chino, si hay hostias quiero que hagas cunfú del tuyo –continuó Buti.
En primera línea donde andaban los Mayores (Dani, Julio, Chemita, Muño, el Llanos, jefe de facto de los de
la Avellaneda) eran todos mucho más altos que yo y me sentí
diminuto. Dani me conocía mejor, los demás se lanzaron miradas interrogantes
aquí y allí. Al momento me di cuenta de que eran ojeadas de inspección que
decían “es pequeño pero quizá…”. Y eso fue lo que más me asustó. Los nuevos
ojos que se preguntaban si mi cháchara sobre el Kung Fu no disfrazaba un
secreto bélico que fuese a proporcionarles una ventaja en la hora resolutiva de
la pelea. El Kung Fu era mágico por aquel entonces y había tantas historias
sobre artes marciales corriendo por allí que, debían de pensar todas aquellas
miradas, alguna tenía que ser verdad. Y fueron los años de Rocky y Karate Kid,
donde el cine nos enseñaba que el pequeño, el humilde e incluso el torpe
terminaban por ganar si la banda sonora acompañaba. Lo único que había
aprendido yo hasta entonces en mis tres clases semanales, hora y media por
clase, era a hacer molinetes con las manos y dar una patada caricaturesca con
media vuelta. Contra semejante arsenal, la vida me arrojaba ahora, de repente,
un gitano enfebrecido con chimbera y puntería mortal, pensé.
Llegamos a la zona de la Misericordia.
Las calles, con las tardes de “Barrio Sésamo” a las cinco y
media y solo dos cadenas en la tele, estaban siempre empacadas de chiquillería
incluso en las ciudades grises y de industria moribunda como la nuestra. Pero
la Misericordia estaba desierta, solo había señores y señoras
deambulando a sus asuntos (no contaban) y nadie de entre siete y diecisiete.
Dani y Julio mandaron gente por delante a inspeccionar mientras nos
internábamos poco a poco en territorio apache. Metidos de cabeza en aquella
Misericordia extrañamente desierta de enemigos, alguien tarareaba una
musiquilla y parecíamos una partida de guerra en el Bronx.
No sé si en combate las cosas ocurren así pero no me extrañaría si lo hiciesen. Hubo un grito de sorpresa, una
increpación y en un momento la formación se rompió mientras todo el mundo echaba
a correr en más de una dirección. A pesar de estar en primera fila, no entendí
qué es lo que había pasado hasta horas después, cuando en la seguridad del
barrio contábamos otra vez más vez dónde habíamos estado cada uno en la batalla.
Como muchos, salí corriendo en la dirección general de la estampida pensando que
huía del enemigo cuando en realidad nuestra fuerza corría en persecución de uno
de los exploradores de la Misericordia que se había dejado ver. La tecnología de guerra
no es exclusiva de un bando y él también llevaba un plástico blanco y un
tiragomas. Íbamos a la carrera, gritando llamadas confusas mientras algunos
empezaban ya a lanzar piedras y proyectiles, y buscando cabezas hasta que
llegamos repentinamente al lugar donde nos esperaban.
Los de la Misericordia, sabiendo que veníamos, habían decidido luchar bajo sus términos y se habían atrincherado en
su propia ciudadela pero hasta su castillo era castillo de barrio obrero, mísero
y cicatero. Era un solar de tierra donde obras de construcción habían empezado,
rodeado por una valla de tablones de madera por los cuatro costados que lo hacía
inexpugnable. Veíamos revolverse figuras por entre las aberturas de los maderos,
que saltaban furtivamente de un lado a otro y tomaban posiciones. Había hierros
afilados de andamio por todas partes.
Yo, que había perdido de vista al Buti y los demás jerarcas, me revolví en el sitio buscando a Ramón y a César sin
encontrarlos y pensando en la carabina de aire comprimido del gitano que me
tenía aterrado. Desde detrás de la empalizada y con mayor alcance y fuerza que
los tiragomas, podía dispararnos uno a uno sin ningún problema. Estoy seguro de
que lo que yo sentí entonces, en la proporción con que estas cosas se sienten en
la niñez, no desmerece el pánico y la soledad de un soldado en la trinchera. Vi
caos sin orden por primera vez y únicamente pensé en correr, pero mis pies se
negaban, sujetos aún a la presa del reflejo racional para no abandonar a los
míos. En esto oímos un silbidillo instantáneo y piedras y canicas comenzaron a
estallar alrededor nuestro, repiqueteando en los capós de los coches aparcados.
La Manzana 40 volvió a formación pasado el instante de desorientación y la tropa echó mano de
los reflejos callejeros. No en balde pasábamos tarde tras tarde perreando por
las calles, robando toallas de los tenderetes, tirando piedras a los camiones de
reparto y empujándonos los unos a los otros. Éramos chusmilla obrera de barriada
pero con cierto temple y aunque la amenaza de una carabina de perdigones podía
ponernos en vilo, mejor que nadie nos diese la espalda porque chavales o no,
éramos el peligro de aquella España recién democrática.
En un momento estábamos devolviendo el fuego. Las gomas de los tiradores latigueaban el aire y los
tablones del solar que cobijaban al adversario retumbaban
bajo un apedreo constante. Nosotros corríamos agazapados de coche en
coche, buscábamos cobijos en la entrada de los portales y detrás de los buzones
amarillos de correos. Tirábamos a dar extendiendo el brazo tanto como podíamos,
apuntábamos a los espacios entre tabla y tabla por los que el enemigo asomaba la
mano para soltar sus propias piedras o lanzábamos en volea esperando acertar a
los que, dentro del recinto, se alejasen de la protección de la empalizada. Mi
armadura de plástico me salvó de más de un moratón en el torso pero me llevé
pedradas en los brazos que tenía al descubierto y una me silbó en la oreja
dejándome cubierto en sudor frío. Ramón, al que encontré al rato y de repente
cuando los dos nos ocultábamos tras un coche para tomar un respiro en la
refriega, disparaba poseído por un demonio agresivo. Canijo como era, tendía
siempre a llevar ropa gruesa; zamarras prietas, jersey de punto y esas cosas.
Hoy, y a pesar de que no hacía frío, venía embutido en su cazadora verde con
mangas amarillentas de la que él o su madre (nunca supe quién) eran tan
parciales. Eso le había salvado de lo peor de los ataques
y estaba en buen estado, sobre todo comparado conmigo que luchaba al poco
amparo de los plásticos y mi camiseta de Trinaranjus. Pero qué iba a saber yo
cuando me vestí esa mañana que me iba a ver reclutado a la caída de la
tarde.
–¿Te quedan piedras? –dije exhausto y extrañamente satisfecho, como un veterano.
–Unas pocas. Tengo que ir a por más.
–Voy contigo –apunté.
La batalla había durado un rato ya
y estaba perdiendo intensidad. Irse ahora no traería ninguna pérdida de honra,
sobre todo con una razón tan sólida como la de reponer munición. Cansado y
amoratado, me aferré a la oportunidad.
Dentro de la empalizada los de la Misericordia estaban quedándose sin piedras también. Cada vez
volaban menos chinos en nuestra dirección y cada vez eran más pequeños, como si
el suministro de buenos guijarros estuviese tocando a su fin y los enemigos
empezasen a rascar el fondo del barril de la
Santabárbara. Loscurrantes y parroquianos que bebían en un bar
cercano habían empezado a darnos gritos para que estuviésemos quietos y nos
amenazaban, cada vez con mas ahínco, con venir y darnos “cuatro hostias si no
nos estábamos quietos de una puta vez”. Al principio nos habían estado
observando con bonhomía, apoyando a un bando o al otro y lanzando risas de esas
que reverberan tan bien en un bar de barrio. Pero cuando las piedras llegaron
hasta los coches que ellos habían aparcado cerca de allí, y hubo piedras ese día
para cubrir la calle entera, se acabaron las risas.
Empezó a correr el rumor de que dos o tres de los de dentro de la empalizada estaban sangrando de los
tiragomazos y que de la chimbera y del gitano no había habido ni rastro. Así que
cansados, cortos de munición y con la victoria en nuestro lado (solo uno de los
nuestros se había marchado, echando sangre por una ceja, camino de casa)
empezamos a retirarnos de vuelta al barrio.
Los días inmediatos a la Guerra de la
Misericordia,la Manzana 40 entera anduvo
revolucionada. La gente se repetía comentando los detalles del asalto, cómo
había devuelto el fuego, cómo se había sentido. Y no éramos solo nosotros los
que andábamos reviviendo el episodio, tampoco los Mayores podían dejar de hablar
de aquello y la campa era un hervidero de gritos y mímica de recuerdos. Yo sentí
esos días un cierto orgullo personal, no por cómo lo había hecho durante el
apedreamiento (pensé que tenía que haberme ocultado menos y haber disparado
más), sino porque durante aquel trecho del camino en el que los Mayores me
habían llamado a caminar con ellos y justo antes de la espantada general, me
habían hecho ver cómo el Kung Fu podía darme una oportunidad de abrirme paso en
la vida después de todo. Siendo un chaval, el futuro siempre era una idea
nebulosa pero sí que tenía sueños de triunfo y gloria como cualquiera. Después
de aquella guerra, se concretaron un poco más. Hasta Dani, pensé, me miraba con
otros ojos.