CIPANGO PUNCH: "Mr. Wang".
Durante aquel tiempo entrené con Mr. Wang. Su casa era un edificio viejo con una verja de hierro grueso en el portal y lleno de mensajes farragosos e intrusivos pintados directamente en las paredes. Las notas estaban garabateadas con espray por carpinteros, electricistas y fontaneros ofreciendo sus servicios y lo cubrían todo. Dentro esperaba Wang, un hombre alto que aparentaba unos sesenta y muchos años. Tenía pelo cano y abundante y una complexión nervuda donde la grasa nunca parecía encontrar acomodo. Apenas hablaba inglés pero se resistía a yo utilizase el respetuoso “xiansheng” mandarín y prefería “Mr.” como honorífico.
Mr. Wang tenía un negocio de propiedades inmobiliarias. Nunca entendí qué es lo que hacía exactamente, solo que un gran cuadro de direcciones postales y precios dominaba el cuartucho de su oficina y él lo actualizaba a diario, escribiendo en letra apretada sus caracteres chinos con rotuladores rojos y negros. Tenía su casa cerca del centro histórico de Suzhou y frente a la avenida Baita Dong donde Carly me había dejado y que estaba atestada de coches y ciclomotores noche y día. La casa era antigua, de buen tamaño y tenía, claro, uno de esos fascinantes tejados chinos. Las habitaciones eran lugares sucios y llenos de trastos de finalidad olvidada. En la planta de abajo Wang conducía su negocio sobre una mesa descascarillada y respaldado por un anticuado mapa de la ciudad con cubierta de hule transparente y amarillento. Encima de la mesa siempre había un bote con hierbas de té verde que llenaba cada poco tiempo con un enorme termo de agua caliente.
La casa tenía una grandiosidad olvidada; por la puerta trasera de la oficina se llegaba a un antiguo patio, ahora techado, con soberbias columnas ennegrecidas por el hollín de las estufas de combustión que generaciones de Wang habían usado. Carly me contó que en las antiguas casas de Suzhou aquel había sido el patio de caballos. Ahora tenía un par de ciclomotores desmantelados y un aparador cubierto de polvo.
Una escalera chirriante de madera protegida por paneles llevaba al piso de arriba. Allí Mr. Wang dejó una sala amplia y vacía, marcada sólo por las cuatro columnas que se estiraban hasta el piso de abajo. Era la habitación en la que entrenábamos. Había calendarios de fábricas eléctricas ya difuntas y más al fondo, un pelele chino, un poste grueso y liso del tamaño de un hombre. A la altura del pecho le sobresalían transversales dos palos. El pelele representaba al adversario y se usaba en la práctica de los estilos tradicionales del Kung Fu y las artes marciales chinas, bloqueando y haciendo presa en los palos que se extendían como si fuesen manos y golpeando en la madera con palmas y nudillos.
Allí pasaba yo mis horas, supervisado por la mirada perpetuamente malhumorada de Mr. Wang y repitiendo hasta la extenuación los movimientos de molinete y centro de gravedad bajo que eran la marca de su estilo. Daba pequeños pasos con desplazamientos controlados y trazaba con las manos arcos que estaban pensados para fragmentar la fuerza de los ataques recibidos. Si por fatiga o aburrimiento caía en mis hábitos de guardias cerradas europeas, el maestro se acercaba con la pesadez de los años para recriminarme mientras me colocaba hombros, codos y caderas de vuelta a la postura ortodoxa con sus dedos nervudos.
La familia de Wang era nativa de la ciudad. El menor de seis hermanos, Pequeño Wang había sido despachado con siete años a Nanjing para ingresar en la escuela de ópera pequinesa. Era una plaza que la conexión de un tío paterno había abierto para él cuando la economía familiar no pudo seguir alimentando a toda la descendencia. La escuela, que se había reinstaurado después de muchos años de interludio debido a la invasión japonesa de los años treinta, fue para Wang un tremendo choque, una institución draconiana donde los cuerpos infantiles se formaban con latigazos de varas de avellano y se forzaban hasta lograr la perfección en formas y posturas. Las representaciones de la escuela se centraban en hazañas de acrobacia y agilidad tanto como en la expresividad dramática y el acondicionamiento físico era fundamental. A las cinco de la mañana, los estudiantes se despertaban somnolientos y se alineaban para practicar artes marciales, la actividad principal y piedra base del currículo.
Supe después porqué Wang no quería que usase el término tradicional chino de maestro, shifu, con él e insista en ser “Mr. Wang”. Shifu era como había llamado a sus instructores en la escuela de ópera, hombres inmisericordes que solo entendían de castigos y penitencias y mortificaban a los alumnos por equivocar los pasos durante el entrenamiento.
No conocía la edad exacta de Mr. Wang pero en algún momento de la guerra civil china entre el ejército comunista de Mao y el republicano del Kuomintang, la provincia donde estaba su escuela cayó bajo el control rojo y una madrugada, alumnos e instructores se vieron reclutados en masa. Wang, todavía un niño, fue asignado a la dotación de un tiro de mulas y el cañón Krupp que arrastraban. La pieza era una reliquia de la Primera Guerra Mundial que Mao había conseguido junto a material más moderno gracias al patrocinio de Moscú. Wang, dirigido por un cabo llamado Sheng, arrastró aquella masa de acero y madera por los caminos embarrados de China, desde Jiangsu a Fujian, siguiendo la marea de las victorias y derrotas comunistas durante tres años, tirando de las mulas cuando se resistían a andar y debajo del yugo cuando morían y no había otras para remplazarlas.
La dotación de cañón, media docena de niños como él, solo vio el combate de primera línea en dos o tres ocasiones, con el soldado y camarada Wang (el uniforme marrón y la gorra de estrella roja rotos y remendados) tirado en el suelo y apretando los dientes hasta que la voz del cabo Liu (Sheng había muerto de disentería meses después de su llegada) le obligaba a saltar y meter la baqueta empapada de agua por el cañón para enfriar el ánima de la vetusta pieza entre disparos de retrocarga. Al final de la guerra Wang volvió a lo único que sabía hacer y continuó entrenando su arte y trabajando en diferentes compañías itinerantes de actores. La llegada de la revolución cultural y la histeria colectiva de los años posteriores ilegalizaron cualquier tipo de entretenimiento público (e incluso la reunión colectiva que no tuviese como finalidad la discusión de los principios comunistas) y más si emanaba del decadente legado de las tradiciones chinas clásicas. La ópera sobrevivió pero los centenares de piezas que Wang había dominado se proscribieron por su descripción burguesa de temas tradicionales con reyes, emperadores y doncellas. El repertorio se redujo a ocho creaciones revolucionarias salidas de la obcecada mente de Jiang Qing, la despreciable y despreciada Madame Mao pero los nuevos temas de fervor rojo y lucha de clases encajaban mal con los recuerdos del niño soldado que aún se levantaba gritando de entre pesadillas de trincheras. Wang acabó en la región de Yunnan, al borde de la plataforma tibetana, agitando su libro rojo en los mítines de denuncia donde a los disidente, reales o figurados, se les humillaba en plataformas elevadas a modo de escenario y se les sometía a la postura del avión (cabeza gacha de pelo rapado al cero y brazos levantados hacia atrás). Wang, conformista y aterrorizado como estuvo todo el país en esos años de demencia, todavía encontraba el valor para encerrarse en habitaciones desastradas y, apartando a un lado el camastro y la palangana, repetir los pasos y los golpes que había aprendido de niño, respirando al ritmo, girando y moviendo los pies.
A pesar de la historia y del lugar, aquellos meses de entrenamiento en Suzhou no fueron una experiencia como la de las películas de Kung Fu que yo había visto en el barrio siendo chaval. Mr. Wang no era un maestro amable y, más que sabio, era testarudo, demasiado moldeado por la vida que tuvo para poder cambiar. Me enseñaba lo que sabía a regañadientes, en parte porque le pagaba (los jóvenes de Suzhou no tenían interés y en los estilos clásicos cuando podían practicar baloncesto y voleibol) y en parte por la curiosidad de tratar con un laowai, un extranjero (al que llamaba siempre “americano” a pesar de mis muchas explicaciones en pésimo mandarín de que no lo era). No me mostró técnicas secretas ni me descubrió fórmulas ancestrales de meditación. La mayoría de lo que tenía en su repertorio era obsoleto, formas teóricas que no podían aplicarse a ningún conflicto. Además, el cuerpo nervudo de edad indefinida de Wang se había formado en un formato disciplinar ya desaparecido y no podía replicarse. A menudo iniciaba un movimiento para detenerse de pronto y dejar caer los brazos en disgusto diciendo “no, no, es muy tarde para que aprendas esto, muy tarde”.
Mr. Wang tenía un negocio de propiedades inmobiliarias. Nunca entendí qué es lo que hacía exactamente, solo que un gran cuadro de direcciones postales y precios dominaba el cuartucho de su oficina y él lo actualizaba a diario, escribiendo en letra apretada sus caracteres chinos con rotuladores rojos y negros. Tenía su casa cerca del centro histórico de Suzhou y frente a la avenida Baita Dong donde Carly me había dejado y que estaba atestada de coches y ciclomotores noche y día. La casa era antigua, de buen tamaño y tenía, claro, uno de esos fascinantes tejados chinos. Las habitaciones eran lugares sucios y llenos de trastos de finalidad olvidada. En la planta de abajo Wang conducía su negocio sobre una mesa descascarillada y respaldado por un anticuado mapa de la ciudad con cubierta de hule transparente y amarillento. Encima de la mesa siempre había un bote con hierbas de té verde que llenaba cada poco tiempo con un enorme termo de agua caliente.
La casa tenía una grandiosidad olvidada; por la puerta trasera de la oficina se llegaba a un antiguo patio, ahora techado, con soberbias columnas ennegrecidas por el hollín de las estufas de combustión que generaciones de Wang habían usado. Carly me contó que en las antiguas casas de Suzhou aquel había sido el patio de caballos. Ahora tenía un par de ciclomotores desmantelados y un aparador cubierto de polvo.
Una escalera chirriante de madera protegida por paneles llevaba al piso de arriba. Allí Mr. Wang dejó una sala amplia y vacía, marcada sólo por las cuatro columnas que se estiraban hasta el piso de abajo. Era la habitación en la que entrenábamos. Había calendarios de fábricas eléctricas ya difuntas y más al fondo, un pelele chino, un poste grueso y liso del tamaño de un hombre. A la altura del pecho le sobresalían transversales dos palos. El pelele representaba al adversario y se usaba en la práctica de los estilos tradicionales del Kung Fu y las artes marciales chinas, bloqueando y haciendo presa en los palos que se extendían como si fuesen manos y golpeando en la madera con palmas y nudillos.
Allí pasaba yo mis horas, supervisado por la mirada perpetuamente malhumorada de Mr. Wang y repitiendo hasta la extenuación los movimientos de molinete y centro de gravedad bajo que eran la marca de su estilo. Daba pequeños pasos con desplazamientos controlados y trazaba con las manos arcos que estaban pensados para fragmentar la fuerza de los ataques recibidos. Si por fatiga o aburrimiento caía en mis hábitos de guardias cerradas europeas, el maestro se acercaba con la pesadez de los años para recriminarme mientras me colocaba hombros, codos y caderas de vuelta a la postura ortodoxa con sus dedos nervudos.
La familia de Wang era nativa de la ciudad. El menor de seis hermanos, Pequeño Wang había sido despachado con siete años a Nanjing para ingresar en la escuela de ópera pequinesa. Era una plaza que la conexión de un tío paterno había abierto para él cuando la economía familiar no pudo seguir alimentando a toda la descendencia. La escuela, que se había reinstaurado después de muchos años de interludio debido a la invasión japonesa de los años treinta, fue para Wang un tremendo choque, una institución draconiana donde los cuerpos infantiles se formaban con latigazos de varas de avellano y se forzaban hasta lograr la perfección en formas y posturas. Las representaciones de la escuela se centraban en hazañas de acrobacia y agilidad tanto como en la expresividad dramática y el acondicionamiento físico era fundamental. A las cinco de la mañana, los estudiantes se despertaban somnolientos y se alineaban para practicar artes marciales, la actividad principal y piedra base del currículo.
Supe después porqué Wang no quería que usase el término tradicional chino de maestro, shifu, con él e insista en ser “Mr. Wang”. Shifu era como había llamado a sus instructores en la escuela de ópera, hombres inmisericordes que solo entendían de castigos y penitencias y mortificaban a los alumnos por equivocar los pasos durante el entrenamiento.
No conocía la edad exacta de Mr. Wang pero en algún momento de la guerra civil china entre el ejército comunista de Mao y el republicano del Kuomintang, la provincia donde estaba su escuela cayó bajo el control rojo y una madrugada, alumnos e instructores se vieron reclutados en masa. Wang, todavía un niño, fue asignado a la dotación de un tiro de mulas y el cañón Krupp que arrastraban. La pieza era una reliquia de la Primera Guerra Mundial que Mao había conseguido junto a material más moderno gracias al patrocinio de Moscú. Wang, dirigido por un cabo llamado Sheng, arrastró aquella masa de acero y madera por los caminos embarrados de China, desde Jiangsu a Fujian, siguiendo la marea de las victorias y derrotas comunistas durante tres años, tirando de las mulas cuando se resistían a andar y debajo del yugo cuando morían y no había otras para remplazarlas.
La dotación de cañón, media docena de niños como él, solo vio el combate de primera línea en dos o tres ocasiones, con el soldado y camarada Wang (el uniforme marrón y la gorra de estrella roja rotos y remendados) tirado en el suelo y apretando los dientes hasta que la voz del cabo Liu (Sheng había muerto de disentería meses después de su llegada) le obligaba a saltar y meter la baqueta empapada de agua por el cañón para enfriar el ánima de la vetusta pieza entre disparos de retrocarga. Al final de la guerra Wang volvió a lo único que sabía hacer y continuó entrenando su arte y trabajando en diferentes compañías itinerantes de actores. La llegada de la revolución cultural y la histeria colectiva de los años posteriores ilegalizaron cualquier tipo de entretenimiento público (e incluso la reunión colectiva que no tuviese como finalidad la discusión de los principios comunistas) y más si emanaba del decadente legado de las tradiciones chinas clásicas. La ópera sobrevivió pero los centenares de piezas que Wang había dominado se proscribieron por su descripción burguesa de temas tradicionales con reyes, emperadores y doncellas. El repertorio se redujo a ocho creaciones revolucionarias salidas de la obcecada mente de Jiang Qing, la despreciable y despreciada Madame Mao pero los nuevos temas de fervor rojo y lucha de clases encajaban mal con los recuerdos del niño soldado que aún se levantaba gritando de entre pesadillas de trincheras. Wang acabó en la región de Yunnan, al borde de la plataforma tibetana, agitando su libro rojo en los mítines de denuncia donde a los disidente, reales o figurados, se les humillaba en plataformas elevadas a modo de escenario y se les sometía a la postura del avión (cabeza gacha de pelo rapado al cero y brazos levantados hacia atrás). Wang, conformista y aterrorizado como estuvo todo el país en esos años de demencia, todavía encontraba el valor para encerrarse en habitaciones desastradas y, apartando a un lado el camastro y la palangana, repetir los pasos y los golpes que había aprendido de niño, respirando al ritmo, girando y moviendo los pies.
A pesar de la historia y del lugar, aquellos meses de entrenamiento en Suzhou no fueron una experiencia como la de las películas de Kung Fu que yo había visto en el barrio siendo chaval. Mr. Wang no era un maestro amable y, más que sabio, era testarudo, demasiado moldeado por la vida que tuvo para poder cambiar. Me enseñaba lo que sabía a regañadientes, en parte porque le pagaba (los jóvenes de Suzhou no tenían interés y en los estilos clásicos cuando podían practicar baloncesto y voleibol) y en parte por la curiosidad de tratar con un laowai, un extranjero (al que llamaba siempre “americano” a pesar de mis muchas explicaciones en pésimo mandarín de que no lo era). No me mostró técnicas secretas ni me descubrió fórmulas ancestrales de meditación. La mayoría de lo que tenía en su repertorio era obsoleto, formas teóricas que no podían aplicarse a ningún conflicto. Además, el cuerpo nervudo de edad indefinida de Wang se había formado en un formato disciplinar ya desaparecido y no podía replicarse. A menudo iniciaba un movimiento para detenerse de pronto y dejar caer los brazos en disgusto diciendo “no, no, es muy tarde para que aprendas esto, muy tarde”.