La entrada al interior del templo era más parecida al lobby de un hotel que a un
recinto sagrado. Tras el pago en el mostrador (los asistentes vestían kimono y
hakama tradicional, eso sí, lo que le dio un aire oficioso al intercambio),
esperamos junto con varias familias hasta que el asistente del sacerdote nos
llamó. A la gran habitación tras la mampara se accedía descalzo, como no podía
ser de otra manera en Japón, y allí
había una extensión de suelo cubierto de tatami, una plataforma elevada para el
altar y grandes tambores en una esquina. Todo cubierto de madera, todo sin
mácula.
Fue a uno de los principales
templos sintoístas de Tokio donde habíamos acudimos, la familia en tropel ese
frío día de enero. En los complicados cálculos esotéricos de la religión nativa
de Japón, 2014 (año 26 de la era Heisei) se ha perfilado como un año nefasto
para los nacidos en ciertas fechas que
nos incluían así que llegamos con la intención de sobornar a los dioses con
ofrendas y actos de contrición en espera de que nos eliminasen de la lista
aciaga (al parecer un atajo no sólo posible sino recomendable y es que también
en el mundo de las creencias, quien hace la ley hace la trampa). Puede que esto
suene a superstición y quizá lo sea pero la última vez que crucé espadas con la
numerología asiática fue cuando determinó que 2011 sería un annus
horribilis para mí, por casualidad o causalidad lo fue, así que en esta
ocasión no iba a arriesgarme.
La ceremonia duró unos veinte
minutos. El sacerdote entonó sus plegarias, se postró frente al altar y desplegó
una coreografía de pasos y reverencias de infinita precisión que le obligaban a
andar despacio y premeditadamente a lo largo y ancho del pabellón. Sus
asistentes (media docena de ellos) blandieron abanicos, aporrearon tambores y
bailaron despacio en lo que, supuse, era un alfabeto de gestos simbólicos
desarrollados durante cientos de años de tradición para comunicarse con lo
sobrenatural y que me resultó tan hermético como la simbología de la liturgia
católica puede serlo a un pastor tibetano. Un tema constante que sí capte fue el
de la expulsión; agitando ramas en el aire, creando una fanfarria de sonidos,
mascullando nombres, lo que me quedo claro era que el sacerdote estaba
conminando a ciertos espíritus a marcharse o al menos postergar su influencia
negativa un año.
Al terminar la ceremonia, bebimos
licor sagrado y trajimos a casa un amuleto, un pequeño tótem garabateado con
ideogramas que nos encargaron colocar en la entrada de casa. Cumplimos el
encargo, claro; no sé cuáles son las garantías que recibe uno en actos de fe
pero no quería que mi negligencia en el último paso declarase toda la ceremonia
nula.
Quizá sea la reacción del hombre
racional intentando cubrirse las espaldas y justificando un acto ilógico pero
este bendito país está tan permeado por creencias y (quizá) supersticiones que
es complicado mantenerse al margen. Ninguna es más extraña o descabellada que
las que se dan en Europa (mi mujer abrió los ojos con espanto al ver su primera
procesión de penitentes en Sevilla con sus capuchas, campanas trágicas y
crucifijos de sufrientes descarnados). Al cabo de unos años, ciertas cosas se
pegan y no es extraño que el cerebro asocie resultados benéficos a ciertas
acciones por poco científico que el método
sea.
No quiero darles demasiados
detalles sobre el sintoísmo en esta era de Wikipedias y accesos inmediatos a la
información pero creo que es una de las claves para mejor entender Japón. Es una
religión animista, lo que señala que hay espíritus de antepasados fallecidos
interactuando con el mundo material. Antiguamente esto significaba que el mundo
natural (las rocas, los arroyos, el mismísimo monte Fuji) tenía una dimensión
espiritual que aun conserva. Pero los japoneses, siempre tan prácticos, han
adaptado y extendido el entendimiento del kami
o espíritu
sintoísta a los aparcamientos y las oficinas de la gran ciudad.
Las creencias Shinto se extienden
a todas las actividades de la sociedad japonesa y tienen repercusiones
fascinantes. En un par de ocasiones fui invitado a las ceremonias de limpieza de
espíritus negativos en la apertura de nuevos negocios y era muy educativo ver al
sacerdote entonar sus plegarias y azotar simbólicamente con hojas (otra
referencia al origen naturalista de la religión) los rincones de mesas, sillas y
salas de reuniones. A mayor escala, el templo de Yasukuni donde los soldados
japoneses muertos por la patria reposan, se convierte en centro de polémica
internacional cada vez que es visitado por un político porque criminales de la
segunda guerra mundial fueron consagrados (no enterrados físicamente) en su
altar en los años 70.
Una última historia; en el centro
de Tokio solía haber una torre de oficinas donde se alojaban exclusivamente
empresas extranjeras. Era una propiedad de enorme valor inmobiliario con precios
sospechosamente baratos. Al parecer, el edificio ocupaba el espacio donde un
incendio calcinó un gran número de víctimas décadas atrás y las empresas
japonesas preferían no arriesgarse a molestar a las ánimas por rebajado que
estuviese el alquiler.
recinto sagrado. Tras el pago en el mostrador (los asistentes vestían kimono y
hakama tradicional, eso sí, lo que le dio un aire oficioso al intercambio),
esperamos junto con varias familias hasta que el asistente del sacerdote nos
llamó. A la gran habitación tras la mampara se accedía descalzo, como no podía
ser de otra manera en Japón, y allí
había una extensión de suelo cubierto de tatami, una plataforma elevada para el
altar y grandes tambores en una esquina. Todo cubierto de madera, todo sin
mácula.
Fue a uno de los principales
templos sintoístas de Tokio donde habíamos acudimos, la familia en tropel ese
frío día de enero. En los complicados cálculos esotéricos de la religión nativa
de Japón, 2014 (año 26 de la era Heisei) se ha perfilado como un año nefasto
para los nacidos en ciertas fechas que
nos incluían así que llegamos con la intención de sobornar a los dioses con
ofrendas y actos de contrición en espera de que nos eliminasen de la lista
aciaga (al parecer un atajo no sólo posible sino recomendable y es que también
en el mundo de las creencias, quien hace la ley hace la trampa). Puede que esto
suene a superstición y quizá lo sea pero la última vez que crucé espadas con la
numerología asiática fue cuando determinó que 2011 sería un annus
horribilis para mí, por casualidad o causalidad lo fue, así que en esta
ocasión no iba a arriesgarme.
La ceremonia duró unos veinte
minutos. El sacerdote entonó sus plegarias, se postró frente al altar y desplegó
una coreografía de pasos y reverencias de infinita precisión que le obligaban a
andar despacio y premeditadamente a lo largo y ancho del pabellón. Sus
asistentes (media docena de ellos) blandieron abanicos, aporrearon tambores y
bailaron despacio en lo que, supuse, era un alfabeto de gestos simbólicos
desarrollados durante cientos de años de tradición para comunicarse con lo
sobrenatural y que me resultó tan hermético como la simbología de la liturgia
católica puede serlo a un pastor tibetano. Un tema constante que sí capte fue el
de la expulsión; agitando ramas en el aire, creando una fanfarria de sonidos,
mascullando nombres, lo que me quedo claro era que el sacerdote estaba
conminando a ciertos espíritus a marcharse o al menos postergar su influencia
negativa un año.
Al terminar la ceremonia, bebimos
licor sagrado y trajimos a casa un amuleto, un pequeño tótem garabateado con
ideogramas que nos encargaron colocar en la entrada de casa. Cumplimos el
encargo, claro; no sé cuáles son las garantías que recibe uno en actos de fe
pero no quería que mi negligencia en el último paso declarase toda la ceremonia
nula.
Quizá sea la reacción del hombre
racional intentando cubrirse las espaldas y justificando un acto ilógico pero
este bendito país está tan permeado por creencias y (quizá) supersticiones que
es complicado mantenerse al margen. Ninguna es más extraña o descabellada que
las que se dan en Europa (mi mujer abrió los ojos con espanto al ver su primera
procesión de penitentes en Sevilla con sus capuchas, campanas trágicas y
crucifijos de sufrientes descarnados). Al cabo de unos años, ciertas cosas se
pegan y no es extraño que el cerebro asocie resultados benéficos a ciertas
acciones por poco científico que el método
sea.
No quiero darles demasiados
detalles sobre el sintoísmo en esta era de Wikipedias y accesos inmediatos a la
información pero creo que es una de las claves para mejor entender Japón. Es una
religión animista, lo que señala que hay espíritus de antepasados fallecidos
interactuando con el mundo material. Antiguamente esto significaba que el mundo
natural (las rocas, los arroyos, el mismísimo monte Fuji) tenía una dimensión
espiritual que aun conserva. Pero los japoneses, siempre tan prácticos, han
adaptado y extendido el entendimiento del kami
o espíritu
sintoísta a los aparcamientos y las oficinas de la gran ciudad.
Las creencias Shinto se extienden
a todas las actividades de la sociedad japonesa y tienen repercusiones
fascinantes. En un par de ocasiones fui invitado a las ceremonias de limpieza de
espíritus negativos en la apertura de nuevos negocios y era muy educativo ver al
sacerdote entonar sus plegarias y azotar simbólicamente con hojas (otra
referencia al origen naturalista de la religión) los rincones de mesas, sillas y
salas de reuniones. A mayor escala, el templo de Yasukuni donde los soldados
japoneses muertos por la patria reposan, se convierte en centro de polémica
internacional cada vez que es visitado por un político porque criminales de la
segunda guerra mundial fueron consagrados (no enterrados físicamente) en su
altar en los años 70.
Una última historia; en el centro
de Tokio solía haber una torre de oficinas donde se alojaban exclusivamente
empresas extranjeras. Era una propiedad de enorme valor inmobiliario con precios
sospechosamente baratos. Al parecer, el edificio ocupaba el espacio donde un
incendio calcinó un gran número de víctimas décadas atrás y las empresas
japonesas preferían no arriesgarse a molestar a las ánimas por rebajado que
estuviese el alquiler.