El arte del puño desnudo
Inicialmente pensé que escribir la historia de M. el luchador me ayudaría a entender y explicar por qué ninguna pelea es como aparece representada en la ficcion.
Todo sistema de lucha está definido y restringido por sus reglas. Boxeo, Karate, lucha grecorromana, incluso intentos modernos de recrear el combate definitivo como Vale Tudo o UFC delimitan el espacio, computan los puntos; crean un“juego”, en definitiva.
Cuando se dan casos de verdadera lucha callejera, sin moderaciones, donde cualquier cosa sirve, lo normal es que sean asuntos de aficionado (y la palabra tiene aquí su significado amplio y adecuado; nos incluiría a todos los que no somos profesionales de la violencia) donde la inexperiencia de los combatientes lo convierte todo en una maraña farragosa con mucho condimento de agarrones, carreras y puñetazos violentos pero desmañados.
Todo sistema de lucha está definido y restringido por sus reglas. Boxeo, Karate, lucha grecorromana, incluso intentos modernos de recrear el combate definitivo como Vale Tudo o UFC delimitan el espacio, computan los puntos; crean un“juego”, en definitiva.
Cuando se dan casos de verdadera lucha callejera, sin moderaciones, donde cualquier cosa sirve, lo normal es que sean asuntos de aficionado (y la palabra tiene aquí su significado amplio y adecuado; nos incluiría a todos los que no somos profesionales de la violencia) donde la inexperiencia de los combatientes lo convierte todo en una maraña farragosa con mucho condimento de agarrones, carreras y puñetazos violentos pero desmañados.
Fue después cuando caí en la cuenta. En realidad lo que intentaba entender era el mecanismo de descubrimiento personal que llega en los momentos previos a la confrontación violenta. Porque no hay mejor manera de conocerse que frente a un contrario, en la (extrañamente) íntima relación que es darse de hostias, expuestos los dos en un ring bajo focos brillantes.
Y es que los momentos más angustiosos de mi vida siempre fueron antes de una pelea. Daba igual que se tratase de un campeonato multitudinario con equipos uniformados corriendo de un sitio a otro, trofeos y megáfonos, o veladas miserables (que también las hubo) en pabellones sin calefacción durante el febrero navarro.
Parte de ello era miedo, pero no al daño físico; no creo. Más bien era temor a la decepción, a hacerlo mal, a descubrir que las incontables horas gastadas frente al saco de boxeo fueron un desperdicio. Pero por encima de todo estaba la evidencia y el sentimiento de desnudez absoluta con la que me veía de repente. Sin pretensiones ni maquillajes, aquellos minutos de congoja servían para echarme una ojeada propia y llegar a conocerme un poco mejor.
En mi caso, eso fue a menudo útil pero no siempre cómodo.
Ilustraciones de Guus Floor.