CIPANGO PUNCH: "Shanghai Fishing".
El cocinero chino y yo peleábamos en un callejón de Shanghái.
Era alto, con brazos gruesos y tatuados. Por suerte había dejado el machete en la cocina
El callejón olía a esa mezcla de fritura, humedad y gasolina de la ciudad. El cocinero habló en chino, riéndose y señalándome con el dedo. Me pregunté si era de mí de quien se reía. Flexionó las piernas, extendió los brazos y se puso en guardia. Yo hice lo mismo aunque callado. Nos tocamos solo con el dorso de la mano adelantada, enfrentados con esa mezcla de confianza y desafío en que siempre se han basado los duelos.
Casi toda la clientela del pequeño restaurante había salido por la portezuela con nosotros. Los que quedaban dentro estaban abandonados porque el camarero y el pinche también se unieron a la procesión y les veía animar a su jefe con el entusiasmo del que rompe la rutina. Carly sacaba fotos y respondía sin dejar de sonreír a las burlas de los hombres en un dialecto shanghainés que sonaba a chasquido de fusta.
El cocinero y yo estábamos inmóviles y la sensación familiar de congoja y sosiego se me vino encima; la cabeza protestaba por haberla metido en aquello pero el cuerpo, más obediente, se disciplinaba a la memoria muscular de los movimientos repetidos tantas veces. Un hombre, uno de los clientes con cabeza rapada y cadena de oro al cuello, llamaba por teléfono para contar la historia. Hablaba a gritos y desde mi sitio solo pude entender “laowai, laowai”.
El cocinero se tensó, yo hice lo mismo y comenzaron los golpes.
Aquella noche la culpa, claro, fue mía, Carly y yo cenábamos en un local estrecho y mal mantenido fuera de las avenidas más brillantes de Puxi. Carly conocía bien Shanghái aunque ella se crio en la antigua ciudad de Suzhou, un centenar de kilómetros al oeste. Me había llevado a la caza de un plato que habíamos comido decenas de veces (pez mandarín, de sabor tan exótico como su nombre) pero que en esta ocasión, ella insistía, merecería la hora de trayecto hasta Shanghái que le habíamos dedicado. Tenía la recomendación de que aquel restaurante usaba una receta inusual así que pasamos otra hora y media rastreando el camino hasta lo que se estaba convirtiendo en el secreto mejor guardado de la China oriental. Encontramos el local bajo un letrero de neones desgastados y mal sujetos con alambre que leía “松鼠桂魚”. Tenía ocho mesas, quince comensales y las paredes amarillentas festoneadas de fotos, banderolas y recomendaciones de menú.
A medio camino en el prolongado ritual que eran las cenas chinas descubrí entre las fotografías de la pared varias del cocinero (quizá era también el dueño) que trajinaba sudando con sus implementos, medio oculto por el mostrador. En una foto se le veía a torso descubierto, los brazos grandes y los tatuajes claros, mientras golpeaba el aire en posturas agresivas con los guantes de boxeo calados. Otra le mostraba en atuendo marcial chino, rodeado de hombres serios como él. Intrigado, pedí a Carly que tradujese y ella preguntó en mandarín acerca de las fotos pero el hombretón nos ignoró, concentrado en dar a la piel del pez la vaga forma de ardilla que hacía el plato inconfundible. Carly repitió la pregunta en shanghainés y esta vez el cocinero sí respondió, explicando con liguera brusquedad ciertos principios del combate que incluían detalles sobre la superioridad de las artes marciales nacionales sin apartar los ojos de sus sartenes. Quizá yo me hubiese callado allí si medio restaurante no hubiese parado de comer para seguir, de lado a lado a la manera de un partido de tenis, la conversación lenta en dos idiomas. Alguien habló en un tono que no necesitaba traducción y eso no hubiese importado tampoco, pero el cocinero contestó con dejadez, agitando una mano indulgente en mi dirección. Mirando alrededor entendí que para los quince clientes y la plantilla del restaurante yo era un turista despistado, tan curioso como ignorante. Así que levantando la voz me puse (fue un proceso a dos tiempos y a través de Carly) en desacuerdo con el cocinero. Él objetó a mi objeción, yo refuté su rebate. Él dijo “¿qué sabrá un laowai?”. Cuando yo dije “bastante” se hizo un silencio de salón del Oeste. Los comensales, atentos a la discusión, me miraban murmurando entre ellos. El cocinero dejó la espátula, muy serio, pero no soltó el machete con el que descabezaba el pescado. El pez mandarín se chamuscó un tanto antes de ser rescatado por el pinche.
Así fue como me vi en el callejón, resolviendo a golpes desavenencias sobre las minucias de oscuros estilos marciales.
Era alto, con brazos gruesos y tatuados. Por suerte había dejado el machete en la cocina
El callejón olía a esa mezcla de fritura, humedad y gasolina de la ciudad. El cocinero habló en chino, riéndose y señalándome con el dedo. Me pregunté si era de mí de quien se reía. Flexionó las piernas, extendió los brazos y se puso en guardia. Yo hice lo mismo aunque callado. Nos tocamos solo con el dorso de la mano adelantada, enfrentados con esa mezcla de confianza y desafío en que siempre se han basado los duelos.
Casi toda la clientela del pequeño restaurante había salido por la portezuela con nosotros. Los que quedaban dentro estaban abandonados porque el camarero y el pinche también se unieron a la procesión y les veía animar a su jefe con el entusiasmo del que rompe la rutina. Carly sacaba fotos y respondía sin dejar de sonreír a las burlas de los hombres en un dialecto shanghainés que sonaba a chasquido de fusta.
El cocinero y yo estábamos inmóviles y la sensación familiar de congoja y sosiego se me vino encima; la cabeza protestaba por haberla metido en aquello pero el cuerpo, más obediente, se disciplinaba a la memoria muscular de los movimientos repetidos tantas veces. Un hombre, uno de los clientes con cabeza rapada y cadena de oro al cuello, llamaba por teléfono para contar la historia. Hablaba a gritos y desde mi sitio solo pude entender “laowai, laowai”.
El cocinero se tensó, yo hice lo mismo y comenzaron los golpes.
Aquella noche la culpa, claro, fue mía, Carly y yo cenábamos en un local estrecho y mal mantenido fuera de las avenidas más brillantes de Puxi. Carly conocía bien Shanghái aunque ella se crio en la antigua ciudad de Suzhou, un centenar de kilómetros al oeste. Me había llevado a la caza de un plato que habíamos comido decenas de veces (pez mandarín, de sabor tan exótico como su nombre) pero que en esta ocasión, ella insistía, merecería la hora de trayecto hasta Shanghái que le habíamos dedicado. Tenía la recomendación de que aquel restaurante usaba una receta inusual así que pasamos otra hora y media rastreando el camino hasta lo que se estaba convirtiendo en el secreto mejor guardado de la China oriental. Encontramos el local bajo un letrero de neones desgastados y mal sujetos con alambre que leía “松鼠桂魚”. Tenía ocho mesas, quince comensales y las paredes amarillentas festoneadas de fotos, banderolas y recomendaciones de menú.
A medio camino en el prolongado ritual que eran las cenas chinas descubrí entre las fotografías de la pared varias del cocinero (quizá era también el dueño) que trajinaba sudando con sus implementos, medio oculto por el mostrador. En una foto se le veía a torso descubierto, los brazos grandes y los tatuajes claros, mientras golpeaba el aire en posturas agresivas con los guantes de boxeo calados. Otra le mostraba en atuendo marcial chino, rodeado de hombres serios como él. Intrigado, pedí a Carly que tradujese y ella preguntó en mandarín acerca de las fotos pero el hombretón nos ignoró, concentrado en dar a la piel del pez la vaga forma de ardilla que hacía el plato inconfundible. Carly repitió la pregunta en shanghainés y esta vez el cocinero sí respondió, explicando con liguera brusquedad ciertos principios del combate que incluían detalles sobre la superioridad de las artes marciales nacionales sin apartar los ojos de sus sartenes. Quizá yo me hubiese callado allí si medio restaurante no hubiese parado de comer para seguir, de lado a lado a la manera de un partido de tenis, la conversación lenta en dos idiomas. Alguien habló en un tono que no necesitaba traducción y eso no hubiese importado tampoco, pero el cocinero contestó con dejadez, agitando una mano indulgente en mi dirección. Mirando alrededor entendí que para los quince clientes y la plantilla del restaurante yo era un turista despistado, tan curioso como ignorante. Así que levantando la voz me puse (fue un proceso a dos tiempos y a través de Carly) en desacuerdo con el cocinero. Él objetó a mi objeción, yo refuté su rebate. Él dijo “¿qué sabrá un laowai?”. Cuando yo dije “bastante” se hizo un silencio de salón del Oeste. Los comensales, atentos a la discusión, me miraban murmurando entre ellos. El cocinero dejó la espátula, muy serio, pero no soltó el machete con el que descabezaba el pescado. El pez mandarín se chamuscó un tanto antes de ser rescatado por el pinche.
Así fue como me vi en el callejón, resolviendo a golpes desavenencias sobre las minucias de oscuros estilos marciales.