KAKUTOGI BARRIO: "Viernes Noche en Tokio".
Estoy en una cancha de bádminton en
Shin-okubo, al oeste de Tokio. Han quitado la red y han apartado las sillas
plegables a un rincón. Nadie se sienta en las peleas, el público se siente más
involucrado en lo que pasa si está de pie, moviéndose y agitando las manos al
ritmo del “uno-dos” macerado de puños en la cara. Los japoneses han puesto una
banda de plástico amarillo reflectante alrededor del centro de la cancha. La
cinta tiene una hilera de hombrecillos pintados con casco blanco y gesto
decidido que extienden las manos y cierran el paso gritando “立入禁止!”, no pasar. Siempre nos piden que no salgamos del área enmarcada por
la cinta porque, hasta en las iniciativas más ilícitas, hay que tener reglas.
También hay un botiquín en un rincón y alguien que me aseguran es médico pero
yo nunca he visto que atiendan a nadie al acabar la pelea. Si hay sangre nos
llevan aparte (a mí más de un par de veces) y nos ponen alcohol y gasa en la
cara. Cuando necesitamos un hospital, vamos a uno con el que la organización
colabora y donde entramos por la puerta trasera, discretos.
Queda una hora.
No por ser ilegal la pelea es como en las películas. Aquí y allí hay detalles mundanos, latas de refresco tiradas, algunas abandonadas y otras a medio beber, Coca-Cola escrito en alfabeto japonés sobre fondo rojo y blanco. Hay gente hablando por el móvil y un intenso olor a Reflex y vaselina. Alguien se ha traído un chihuahua en una cesta y el animal ladra arisco al trajín de gente. Queda un rato para que llegue el grueso del público y yo caliento en un rincón.
Los organizadores siempre hacen correr el rumor de que hemos entrado sin autorización y que esta es una propiedad privada, que la policía puede llegar en cualquier momento y que tendríamos que salir corriendo de ser así. Pero no es cierto, lo hacen para que los espectadores tengan la experiencia completa de una noche de riesgo. La verdad es que en Shin-okubo (también el lugar está escogido para darle sabor prohibido al asunto), el barrio de los proxenetas, las tarjetas de teléfono falsas y los inmigrantes coreanos indocumentados, hay gente de sobra dispuesta a alquilar locales para este circo nocturno.
Al otro extremo de la cancha está Lalo. Él también está calentando y nos miramos de reojo, pretendiendo no vernos pero conscientes de que ni el hombre del móvil, ni la mujer del chihuahua ni las mañas publicitarias de los organizadores importan. Los únicos que importamos esta noche somos nosotros. Es más alto que yo, también un poco más delgado para compensar la diferencia. No sé de dónde es, con ese nombre. Italiano quizá. Ya se ha quitado la camisa, tiene un tatuaje de una tortuga rodeada de llamas en la espalda
Queda media hora
El público empieza a llegar. A veces entran cohibidos; otras, ansiosos. Nos buscan con los ojos entre las caras de la gente que va llenando la cancha poco a poco. Estamos algo apartados, pero no aparte. Es importante que nos puedan echar un vistazo. No está permitido hablar con nosotros pero siempre hay alguien a quien los organizadores tratan con mayor deferencia. Una vez fue un político que después vi en la televisión durante el mes de elecciones. Se acercan con el vip que nos azuza para que nos rompamos la cara, “頑張って!” nos dice, ganbatte. En eso, el japonés es un idioma curioso, no tiene palabras de ánimo como otros idiomas. Aquí no hay buena suerte ni que vaya bien, nada se deja en manos de la suerte. Solo se puede decir ganbatte, esfuérzate, da lo mejor de ti. Esfuerzo personal donde no se pueda echar a un lado la responsabilidad. Todo comulgando con el espíritu de la nación yamato, un país entero ganbatteando hacia el futuro, ni buena suerte, ni que la fuerza te acompañe. Los oficinistas, privados de sueño. Los niños, enterrados bajo libros, abordando trenes tempranos de camino a ocho horas de clase y dos más de academia privada. Empleados de estación, marcando con un decidido ademán de dedos la parada del tren junto a la vía. Tren cada tres minutos, trescientas noventa veces al día.
Todos esforzándose, ¿por qué iba a ser yo menos?
Quedan cinco minutos y hace calor en la cancha de bádminton. Lalo empieza a dar saltitos sobre las puntas de los pies. Lleva pantalones de soldado, de camuflaje, y botas militares. Lanza puñetazos al aire a un contrincante imaginario que quizá sea yo, exhala con fuerza en cada golpe y me mira de reojo. Yo también doy pequeños saltos, incapaz de estar quieto. Roto los antebrazos a la altura del codo, giro las caderas, más saltitos, no puedo estar quieto. La espera es lo que más duele.
El público hace un círculo y nos llaman al centro. Salimos descamisados y descalzos. No hay presentaciones ni se leen los pesos, no hablan de nuestras victorias o derrotas. Yo soy Rincón Rojo, Lalo es Rincón Azul y eso es todo. Peleamos sin protecciones, ni guantes ni vendas en las muñecas ni espinilleras en los pies, aunque sí que nos pasan con disimulo, justo antes de la pelea y a cubierto del público, un bocado de silicona para proteger los dientes. Cuando el reloj da la hora (puntualidad japonesa) el maestro de ceremonias grita “始め” y Lalo y yo salimos disparados el uno contra el otro. Nos encontramos en medio de la cancha y mantenemos la distancia, lanzando un par de golpes cada uno que no comprometen a nada y calculamos hasta dónde podemos arriesgarnos. La pelea no es como las de Bruce Lee. Aquí nadie cae de un golpe, a no ser que tengas suerte y aciertes en el sweet spot, como le llaman a ese punto jugoso, esa encrucijada de nervios en el mentón o en la sien donde un poco de presión bien aplicada tumba a cualquiera. Pero eso casi nunca ocurre porque los puñetazos no son limpios, cuando intentas pegar con todas tus fuerzas los músculos se descoordinan con la tensión y es muy fácil errar el golpe. Darle a la figura saltarina de Lalo es más difícil que acertarle al saco de boxeo pero aún así la sangre empieza a salpicar al segundo o tercer golpe. Todo vale, patadas y puñetazos, golpes con las rodillas, con los codos; también empujes y agarres pero solo por unos segundos. Al público no le gusta ver a luchadores enmarañados en el suelo, dándose mordiscos e intentando estrangularse. Eso lo tienen en casa, por la televisión de pago. En los tebeos que yo leía en la Manzana 40 lo llamaban lucha india, a brazo partido y era la forma honorable de pelear. Las patadas quedaban para los miserables y los cobardes.
Ahora es al contrario.
La cabeza de Lalo baila de un lado a otro y yo intento alcanzarla pero se mueve como una boya en marejada. Hay veces que casi atino y le rozo la barbilla o le doy en los pómulos (el peor sitio para pegar, el hueso es demasiado duro) pero mis golpes van y vienen sin recompensarme con ese sólido zump, tan honesto y agradable, que llega cuando los nudillos se encajan en el mentón o el empeine barrena unas costillas. Sudo y por un momento me acuerdo del público que mira. Lalo es más alto que yo, me mantiene a distancia con patadas. Una de ellas me da en el brazo, resbala y se me ancla en la cadera. No duele (es la adrenalina). Ha habido ocasiones en que un golpe en el hígado me ha hecho doblar las rodillas y caer redondo (KO hepático lo llaman). Mi cerebro, sin registrar dolor y sin comprender por qué me había venido abajo, intentaba convencer a mi cuerpo, sobrecargado y en shock, gritándole que no pasaba nada. Esta vez no es tan malo, pero me tiemblan las piernas un instante. Lalo me ve resentido y se me viene encima. Llevamos noventa segundos de pelea y esto se va a acabar. Me revuelvo mientras él intenta conectar un gancho sólido que me lleve al suelo (al verle venir he vuelto la cara hacia abajo), no puede y me da codazos en la cabeza. Yo le empujo con las manos y lanzo patadas a las rodillas, deseando romperle una.
Todo es un alboroto de brazos y pies durante un instante.
Es viernes noche en Japón y estoy metido en una pelea ilegal, a puño descubierto. De este lugar saldré sangrando, gane o pierda, y más rico que ayer, gane o pierda. Cuando me preguntan que cómo llegue hasta aquí, recuerdo el barrio y que todo empezó con el Kung Fu.
Queda una hora.
No por ser ilegal la pelea es como en las películas. Aquí y allí hay detalles mundanos, latas de refresco tiradas, algunas abandonadas y otras a medio beber, Coca-Cola escrito en alfabeto japonés sobre fondo rojo y blanco. Hay gente hablando por el móvil y un intenso olor a Reflex y vaselina. Alguien se ha traído un chihuahua en una cesta y el animal ladra arisco al trajín de gente. Queda un rato para que llegue el grueso del público y yo caliento en un rincón.
Los organizadores siempre hacen correr el rumor de que hemos entrado sin autorización y que esta es una propiedad privada, que la policía puede llegar en cualquier momento y que tendríamos que salir corriendo de ser así. Pero no es cierto, lo hacen para que los espectadores tengan la experiencia completa de una noche de riesgo. La verdad es que en Shin-okubo (también el lugar está escogido para darle sabor prohibido al asunto), el barrio de los proxenetas, las tarjetas de teléfono falsas y los inmigrantes coreanos indocumentados, hay gente de sobra dispuesta a alquilar locales para este circo nocturno.
Al otro extremo de la cancha está Lalo. Él también está calentando y nos miramos de reojo, pretendiendo no vernos pero conscientes de que ni el hombre del móvil, ni la mujer del chihuahua ni las mañas publicitarias de los organizadores importan. Los únicos que importamos esta noche somos nosotros. Es más alto que yo, también un poco más delgado para compensar la diferencia. No sé de dónde es, con ese nombre. Italiano quizá. Ya se ha quitado la camisa, tiene un tatuaje de una tortuga rodeada de llamas en la espalda
Queda media hora
El público empieza a llegar. A veces entran cohibidos; otras, ansiosos. Nos buscan con los ojos entre las caras de la gente que va llenando la cancha poco a poco. Estamos algo apartados, pero no aparte. Es importante que nos puedan echar un vistazo. No está permitido hablar con nosotros pero siempre hay alguien a quien los organizadores tratan con mayor deferencia. Una vez fue un político que después vi en la televisión durante el mes de elecciones. Se acercan con el vip que nos azuza para que nos rompamos la cara, “頑張って!” nos dice, ganbatte. En eso, el japonés es un idioma curioso, no tiene palabras de ánimo como otros idiomas. Aquí no hay buena suerte ni que vaya bien, nada se deja en manos de la suerte. Solo se puede decir ganbatte, esfuérzate, da lo mejor de ti. Esfuerzo personal donde no se pueda echar a un lado la responsabilidad. Todo comulgando con el espíritu de la nación yamato, un país entero ganbatteando hacia el futuro, ni buena suerte, ni que la fuerza te acompañe. Los oficinistas, privados de sueño. Los niños, enterrados bajo libros, abordando trenes tempranos de camino a ocho horas de clase y dos más de academia privada. Empleados de estación, marcando con un decidido ademán de dedos la parada del tren junto a la vía. Tren cada tres minutos, trescientas noventa veces al día.
Todos esforzándose, ¿por qué iba a ser yo menos?
Quedan cinco minutos y hace calor en la cancha de bádminton. Lalo empieza a dar saltitos sobre las puntas de los pies. Lleva pantalones de soldado, de camuflaje, y botas militares. Lanza puñetazos al aire a un contrincante imaginario que quizá sea yo, exhala con fuerza en cada golpe y me mira de reojo. Yo también doy pequeños saltos, incapaz de estar quieto. Roto los antebrazos a la altura del codo, giro las caderas, más saltitos, no puedo estar quieto. La espera es lo que más duele.
El público hace un círculo y nos llaman al centro. Salimos descamisados y descalzos. No hay presentaciones ni se leen los pesos, no hablan de nuestras victorias o derrotas. Yo soy Rincón Rojo, Lalo es Rincón Azul y eso es todo. Peleamos sin protecciones, ni guantes ni vendas en las muñecas ni espinilleras en los pies, aunque sí que nos pasan con disimulo, justo antes de la pelea y a cubierto del público, un bocado de silicona para proteger los dientes. Cuando el reloj da la hora (puntualidad japonesa) el maestro de ceremonias grita “始め” y Lalo y yo salimos disparados el uno contra el otro. Nos encontramos en medio de la cancha y mantenemos la distancia, lanzando un par de golpes cada uno que no comprometen a nada y calculamos hasta dónde podemos arriesgarnos. La pelea no es como las de Bruce Lee. Aquí nadie cae de un golpe, a no ser que tengas suerte y aciertes en el sweet spot, como le llaman a ese punto jugoso, esa encrucijada de nervios en el mentón o en la sien donde un poco de presión bien aplicada tumba a cualquiera. Pero eso casi nunca ocurre porque los puñetazos no son limpios, cuando intentas pegar con todas tus fuerzas los músculos se descoordinan con la tensión y es muy fácil errar el golpe. Darle a la figura saltarina de Lalo es más difícil que acertarle al saco de boxeo pero aún así la sangre empieza a salpicar al segundo o tercer golpe. Todo vale, patadas y puñetazos, golpes con las rodillas, con los codos; también empujes y agarres pero solo por unos segundos. Al público no le gusta ver a luchadores enmarañados en el suelo, dándose mordiscos e intentando estrangularse. Eso lo tienen en casa, por la televisión de pago. En los tebeos que yo leía en la Manzana 40 lo llamaban lucha india, a brazo partido y era la forma honorable de pelear. Las patadas quedaban para los miserables y los cobardes.
Ahora es al contrario.
La cabeza de Lalo baila de un lado a otro y yo intento alcanzarla pero se mueve como una boya en marejada. Hay veces que casi atino y le rozo la barbilla o le doy en los pómulos (el peor sitio para pegar, el hueso es demasiado duro) pero mis golpes van y vienen sin recompensarme con ese sólido zump, tan honesto y agradable, que llega cuando los nudillos se encajan en el mentón o el empeine barrena unas costillas. Sudo y por un momento me acuerdo del público que mira. Lalo es más alto que yo, me mantiene a distancia con patadas. Una de ellas me da en el brazo, resbala y se me ancla en la cadera. No duele (es la adrenalina). Ha habido ocasiones en que un golpe en el hígado me ha hecho doblar las rodillas y caer redondo (KO hepático lo llaman). Mi cerebro, sin registrar dolor y sin comprender por qué me había venido abajo, intentaba convencer a mi cuerpo, sobrecargado y en shock, gritándole que no pasaba nada. Esta vez no es tan malo, pero me tiemblan las piernas un instante. Lalo me ve resentido y se me viene encima. Llevamos noventa segundos de pelea y esto se va a acabar. Me revuelvo mientras él intenta conectar un gancho sólido que me lleve al suelo (al verle venir he vuelto la cara hacia abajo), no puede y me da codazos en la cabeza. Yo le empujo con las manos y lanzo patadas a las rodillas, deseando romperle una.
Todo es un alboroto de brazos y pies durante un instante.
Es viernes noche en Japón y estoy metido en una pelea ilegal, a puño descubierto. De este lugar saldré sangrando, gane o pierda, y más rico que ayer, gane o pierda. Cuando me preguntan que cómo llegue hasta aquí, recuerdo el barrio y que todo empezó con el Kung Fu.